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Las puertas que hay que patear

Mateo descendió del auto y fue recibido por una brisa templada y amable plena en fragancias silvestres. Eran los olores de su pago, de su casa. Un amigo, el más íntimo, al que conocía desde su primera infancia en los pisos de tierra de su Dolores natal, lo esperaba para llevarlo a tomar una cerveza. Para empezar. Era viernes a la tarde y su cuerpo lo sabía, como dicen los memes. Había sido una semana dura, pero no más que las anteriores: una decena de allanamientos antidroga en donde había que destruir las instalaciones, secuestrar lo poco que pudieran haber dejado y detener algún soldadito; "para eso los tiene", le explicaba a su amigo, "para entregarlos". Es que en el barrio el jefe sabía perfectamente cómo y dónde iban a golpear su negocio. "Allí es la autoridad, sabe todo lo que pasa y a él acuden todos los que necesitan algo".  No era imposible que supiera también su identidad. Si todo el día andaban patrullando de civil. De hecho, para lograr que lo

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