martes, 25 de noviembre de 2014

El Consorcio

Una vez más aparecía el anuncio pegado con Durex en el espejo del ascensor: "mañana no habrá agua".
- ¿Porqué, Miguel? -disparé, molesto, al encargado del edificio de departamentos en el que vivía desde hacía más de dos años.
- Es que vienen a arreglar la montante del contra frente.
- Pero es la segunda o tecera vez que lo hacen desde que vivo acá.
- No, lo que pasa es que la otra vez hicieron otra cosa -dijo, como queriendo explicar.
No quise escuchar ni un segundo más ni prestando un minuto de mi tiempo adicional a ese grupo de inútiles que viven a costa de nosotros los propietarios, así que luego de decir un par de conceptos educada y cortésmente me fuí.
No pude, ni quise, domar la bronca que me brotaba por dentro y le pregunté a mi mujer: "¿qué es lo que hicieron la otra vez, cuando nos cortaron el agua, ¿no era la montante?". La pobre tuvo que irme regañar y protestar contra el administrador. Debo confesar que no ahorré en acusaciones, entre las que "chorro" e "incapaz" estuvieron ronqueara entre las primeras posiciones. "Porque si fuera honesto nos daría las explicaciones correspondientes a una obra que se hizo dos veces; y si fuera capaz robaría de manera más sutil", le expliqué.
En un rapto de ejecutividad que reprimo pocas veces llamé al administrador. Recordé que el día de la mudanza había venido a saludarnos y preguntarnos si necestábamos algo. Me había caído bien. Tenía nuestra edad y un estilo familiar. Había confiado en él. Sus explicaciones habían sido claras y completas.
Está vez lo intenté sacudir para ver cómo reaccionaba. Fuí potente, tanto como pude. Usé conceptos y maneras contundentes de modo de des colocarlo y obligarlo a jugar de frente, sin vueltas.
Pero sus respuestas fueron las correctas. Estaba tanto o más preocupado que yo. Había una diversidad de posturas en el Consejo de Administración que lo obligaban a lidiar con unos y otros para poder llevar a cabo una gestión eficiente y racional. "Pregúntale a la del 5A o al del 1B: yo fui el que más se opuso a este trabajo, me explicó.
Pero sus explicaciones en torno de las internas me adormecían y mi mente intentaba evaluar si era él o la gente del Consorcio las que estaban entongadas. "Inútiles, son todos unos inútiles", pensaba mientras la decisión de meterse en el consorcio iba madurando. La invitación no tardó en llegar: "porqué no se viene a la próxima reunión, así nos explica todo lo que me está diciendo".
El día de la reunión llegué al hall de la planta baja y me llevé una sorpresa. Después de una primer mirada no pude identificar a ningún sospechoso. Más aún, me despertaron una agradable sensación y -oh hallazgo- el presidente era mi vecino de piso; él vivía en el 3A, que mira a la calle, y yo en el C, en el contra frente. Era un tipo macanudo, un ingeniero, cuya mujer y la mía habían alcanzado una relación tan grata como respetuosa.
La del 5A y el del 1B tampoco tenían aspecto de mal andrés. Al contrario, la señora parecía muy poco profesional para el cargo que desempeñaba y el otro estaba evidentemente a disgusto tanto en el puesto como en la reunión. "La reunión vuelve a foja cero", me dije.
El tema en cuestión duró un tiempo demasiado breve para mis expectativas, aunque más que suficiente para el grado de acuerdo alcanzado. Por otra parte, había una treintena más de temas por tratar y percibí que mi aporte fue muy bienvenido.
Mi sorpresa fue mayüscula cuando, en la siguiente reunión, se discutía la renovación de autoridades y hubo un consenso abrumador para que ingrese en el Consejo en reemplazo del atribulado doctor y era claro el clamor para que acepte la presidencia del órgano que gobierna el edificio. Aunque significaba un honor, no era algo muy impresionante: de los 25 propietarios sólo un tercio, como mucho, concurría a las reuniones, y eran casualmente los individuos menos ocupados y profesionales. Desconfiado como soy, por un momento, pensé que era una maniobra para que alegue algún rubor y dejara pasar el convite por lo que no dudé en aceptar. De inmediato, todos me felicitaron seca y fugazmente, anque el administrador. Puedo asegurar que sentí un reconocimiento sincero de parte de todos.
Los días posteriores a la reunión consagratoria, aquellos circunstanciales pasajeros de ascensor me felicitaban y me expresaban su algarabía por mi ascenso en la jerarquía doméstica. Lo que me llamo la atención es que  todos expresaran motivos diversos y hasta contradictorios.
El consorcio estaba muy comprometido en su solvencia y, consecuentemente, era poca la posibilidad de resolver los graves problemas que afrontaba luego de sus primeros sesenta años de existencia. Necesitaba obras con urgencia, pero que no se podían hacer en forma simultánea por razones financieras. Ni mucho menos las podría resolver en mi año de mandato. Por más que aportara mucha creatividad, las urgentes obras de fondo no resolverían en gran medida las obras particulares. Para colmo, hubiese sido altamente sospechoso que una de las pocas obras a encarar en mi gestión hubiese favorecido a la unidad que yo habitaba, por lo que descarté cualquier reclamo marital.
El caso más evidente era la caldera. Arreglarla costaba el equivalente a las obras en cuatro o cinco departamentos. El informe técnico ayudaba poco: "puede explotar en cualquier momento,más quetambién  podían pasar cinco años sin que pase nada", dictaminaba.
Los vecinos necesitados de arreglos que concurrían a las reuniones afortunadamente eran pocos y gravitaban escasamente en las reuniones.
La mayor presión la ejercía una señora que ostentaba una espléndida formación y un pasado lleno de glorias aristocráticas. Pugnaba sistemáticamente por embellecer la entrada del edificio. Razón no le faltaba, pero no era urgente. Sin embargo, disparaba con toda clase de municiones dado que para ella su estatus era algo decisivo. Sugería que la demora de ese arreglo suponía que se debía a "otra clase de compromisos". "Siguen eludiendo este tema", acusaba. Nosotros no sabíamos cómo agradecerle su interés en participar en las reuniones a pesar de que desatendiéramos su reclamo, porque su presencia nos otorgaba el quórum necesario para sesionar.
Al poco tiempo, tuve que volver a mudarme. Tuve una gran oportunidad y no la dejé pasar. No es fácil conseguir buena calidad de metros para una familia que crece. Menos aún sabiendo que vivíamos con una bomba de tiempo que iba a costar mucho desactivar.
Un año después pasé por Mercado 1965 y, desde la calle, se podía ver que la entrada lucía maravillosamente.

domingo, 16 de noviembre de 2014

El director

Los anchos y altos pasillos. 
La imagen característica del hospital. 
Los pacientes, que los transitan en horarios establecidos. 
Médicos y enfermeras, médicas y enfermeros.
El día que me enteré de mi nombramiento no lo podía creer. Era un inmenso honor y, al mismo tiempo, y tremendo desafío. Mi mujer, mi hija; los llantos, las discusiones. "Si a vos te parece bien, contá con nosotras".
En mi llegada por primera vez a ese gigantesco complejo de edificios en medio del campo pude palpar el clima de terror que se vivía en el manicomio.
La prensa había develado un secreto a voces: el comercio de órganos en manos de una mafia enquistada en la línea administrativa, en combinación con la comisión interna del gremio.
Las primeras decisiones, la pulseada por el poder y la aplicación, como nunca antes, de un criterio profesionalista que volvió indiscutible el acatamiento de mis órdenes y que fortaleció el orgullo de pertenencia a mi equipo de trabajo.
García estaba frustrado. El delegado había tenido en su puño, desde las sombras, la llave del funcionamiento de las zonas estratégicas del nosocomio.
La autoridad formal recuperaba paulatinamente sus funciones en desmedro de las mafias.
El periodismo se hizo eco de lo que sucedía. Una serie de tres notas empezaba con la que destacaba el intento de "desmanicomización". Esas enfermedades no se curan totalmente, pero "la internación definitiva sólo es funcional para un proyecto como el de García y la Comisión interna", fue mi frase destacada por el Prestigioso Matutino.
El Ministro de Salud nos visitó especialmente y, tras las felicitaciones de rigor, sentenció: "los demás hospitales psiquiátricos deberán seguir por el mismo camino".
Con el cambio de Gobierno vino la incertidumbre.
Hubo versiones acerca de mi permanencia en el cargo. De a poco, mi gestión perdía apoyo. Debí haber renunciado antes.
Empezaron a llegar amenazas contra mi seguridad y la de mi familia.
Dudé. Charlé largas noches con mi mujer.
García, de pronto, reapareció en público y paseaba por los pasillos. Sólo al principio era saludado con timidez, luego se le devolvió la obsecuencia.
Recuerdo la última vez que me fui del hospital. 
Las miradas insistentes. 
El respeto, el temor.
Los cuchicheos.
La sonrisa burlona de García.
El auto que avanzaba por el camino de siempre.
El camión que se cruzó.
Cielo y tierra, sucesivamente, en mi retina.
Mi mujer, mi hija...

H. Mercado
Chascomús, 15/10/2001